Me siento en el banco amarillo de la cocina y cierro los
ojos. Me pongo la cuchara en la boca y disfruto el sabor dulce, la consistencia
que envuelve mi lengua, la sensación de los granitos de azúcar y de harina que
se estrellan contra mis dientes. Me chupo los labios y pienso en el sabor de la
palita de madera, húmeda de la masa y de mi boca, mientras el sabor me recuerda
a la cocina de mi madre cuando yo era niña.
La veo de pie recogiendo los ingredientes y me veo a mi,
pequeña, con las piernas colgándome de la silla con sus tubos de metal negro y
su asiento ¿de qué color?. Observo a mamá mientras en el regazo tengo el
recipiente con los restos de la masa del pastel que juntas preparamos. “Te vas
a empachar”, me decía, pero nunca me pasó. Sólo una vez cuando acabando de
comerme todo lo que quedaba en el plato, y en las aspas, y en la pala, me tomé
una coca-cola. Luego vomité. ¿Ya ves? Me dijo mi mamá. Fue la única vez y para
efectos prácticos yo aseguro que lo del empache es un viejo cuento.
Me pongo otra cucharada de masa cruda en la boca y recuerdo
las manos de mamá vertiendo jugo de naranja sobre la mezcla del pastel. Era mi
favorita. Me divertía revolverlo todo con su vieja batidora eléctrica que
seguramente está guardada todavía en algún cajón de su cocina. Me gustaba el
pequeño ritual de hacer pastel. Me gustaba que jugáramos a ponernos delantales
y que la cocina acabara cubierta de harina sobre toda superficie mientras el
pastel se cocinaba plácidamente en el horno que nunca me dejaron encender.
Raspo con la punta de la cuchara un poco más de masa de las
orillas de mi recipiente. Me encuentro sentada a solas en este gran
departamento que ahora, en mi adultez, llamo hogar. Sonrío al pensar en mi
mamá, que siempre antes de meter el refractario al horno hacia tres pequeñas
cruces sobre la masa con los dedos y luego se los chupaba mientras hábilmente y
con su otra mano enguantada empujaba el pastel al horno. Tenía esos moldes
viejos metálicos que nunca se podían lavar del todo, con sus restos de harina
negra de tanta quemada pegada en los bordes. Tenía unos redondos de diferentes
tamaños y unos en forma de corazón. Me gustaban éstos últimos.
A veces también me ponía a batir huevos para hacer betún. No
me gustaba el sabor de esa mezcla pero me divertía hacerla. Ahora no uso betún.
Escucho el tic tac suave del hornito eléctrico en el que metí mi pastel. Es la
primera vez que me invento una receta con jugo de naranja como la que hacía
mamá. Sentada aquí a solas recuerdo esas tardes pasadas en su casa jugando a
cocinar. Nunca ha sido mi fuerte y no lo disfruto, pero hacer pasteles me hace
pensar en ella. En sus manos hábiles y hermosas. En su gesto al chuparse los
dedos después de las cruces. En la amenaza del empacho flotando sobre mi cabeza
como buitre.
Yo también le pongo cruces al pastel. No porque piense que
dios de alguna manera vigilará para que no se me quemen, sino porque cada vez
que lo hago pienso en mi mamá. Luego me siento a comerme lo que queda de la
masa en el recipiente.
Le llamo por teléfono. “Hola Mamá” – “Hola mijita ¿cómo
estás?” – “Bien (te extraño)¿ y tú? (te extraño).
Cuelgo pensando en lo feliz que se pone siempre que le
cuento que hice algo en la cocina. “Tengo una receta de galletas facilísima, te
va a encantar”.
Me asomo al hornito eléctrico para ver cómo se dora despacio
la superficie del pastel. De un lado del recipiente la masa se ha derramado
como gota de miel. Me pongo a lavar los platos y pienso en que sin importar
cuánto he llegado a crecer, siempre me harán falta esas hermosas manos que se
chupaban los dedos después de la cruz. Me dispongo a lavar los trastes y recojo
con un trapo, suavemente, la harina derramada sobre la superficie de lozas
amarillas, como en un sueño, no sin antes acabarme toda la restante masa cruda de
pastel.
* basado en una historia real y no, esa no es la foto de mi pastel...jajaj