¨Estamos hambrientos de naturaleza¨. Así lo dijo Gregory Colbert después de que la exposición montada en el Zócalo de la Ciudad de México atrajera a miles de espectadores desde su inauguración. Para tener hambre, hay que estar privados primero de algo. Hay que tener una necesidad orgánica. Es el propio cuerpo el que ahora nos pide a gritos un poco de aire limpio , un poco de verde, y de agua, mucha agua.
No estaba nada contenta con tener que levantarme temprano para ir a hacer cola al Zócalo. Pensé que si esperaba un poco más, podría ver la exposición sin tener que pasar tanto tiempo de pie. La verdad fue mi hermana la que me obligó a ir la semana pasada, así que, un poco a regañadientes, nos dirigimos al Centro de la Ciudad. Llegamos un poco antes de las 10 de la mañana, armadas con unas tortas de tamal para la larga espera que se prolongó por poco más de una hora. Pensándolo bien no fue tanto tiempo considerando que para cuando llegamos la cola le daba ya la vuelta a la estructura del museo.
Entramos al Museo Nómada junto con una gran oleada de gente. Nos recibió un espacio de techos altísimos, una hermosa estructura de bambú, parecida a una enorme catedral. Un corredor amplio flanqueado por enormes imágenes de animales y seres humanos. Por debajo, agua. Una especie de silencio casi religioso toma por sorpresa a los visitantes, que de inmediato comentan en voz baja las imágenes que encuentran a su alrededor. Para cuando entré yo, gran parte de mi ¨grupo¨ estaba un poco más adelantado, lo que me permitió ver de golpe el largo pasillo y las imágenes reflejadas en el agua, danzando junto a una música tranquila que complementa perfectamente el ambiente creado en esta enorme catedral.
Lágrimas. La verdad es que no pude resistirlo. Desde la primera imagen me encontré con algo increíblemente conmovedor. Mi hambre. Mi sed. Mi enorme necesidad de encontrarme a mi misma reflejada en esas imágenes. No era yo, pero lo era. ¿Tiene sentido?.
Avancé lentamente por el pasillo, deteniéndome a admirar cada detalle. Boquiabierta. ¿Cómo puede alguien capturar de esta manera el mundo?. ¨Es un genio¨ pensé. No quería hablar. No tenía ganas de comentar con nadie lo que veía. Mi cabeza estaba llena de preguntas. Todo esto, estos elefantes, estas personas, estos animales… incluso esta catedral, esta ciudad, el agua, la gente que caminaba junto a mi. El universo reflejado en fotografías. El balance que hemos perdido. El hoyo en el estómago que tratamos de llenar con quién sabe qué cosas. Aquí estaba todo. El todo.
Amé cada imagen y a cada persona que notaba se conmovía como yo. Pensé en lo increíble que era que esta, la visión de alguien más, pudiera hablarme de manera tan personal. Me sentí inspirada, me sentí única y a la vez parte de todo lo demás. Me sentí enojada porque sabía que al salir de esta catedral perdería de nuevo este contacto. Este sentido del balance. Esta magia que todos compartíamos por un momento. Sería regresar de nuevo al tráfico, a la contaminación, a que me importara yo y nada más. Volver a seguir destruyéndolo todo, perdiéndonos más y más en esta maraña oscura y confusa del día a día. Allá afuera no hay elefantes voladores.
Luego estaban los videos. Esto somos. Imágenes en movimiento. Cada acto, cada palabra y pensamiento. ¿En qué momento dejamos de pensar en esto? Mito y magia. Animales. Nosotros también somos animales. Animales capaces de crear cosas tan bellas como estas. Capaces de soñar, de inventar, de transmitir. Era como si alguien estuviera diciéndome al oído ¨esto somos realmente, esto eres tu¨. Belleza. No la fuerza destructiva que consume todo a su alrededor. No este ente separado de todo. No estos seres por encima de los demás. Todo, todos, estamos juntos. Yo también soy un elefante que vuela.
Una imagen en particular. Una mano humana (animal) que toca la de un simio (animal). Me hizo pensar en la tan famosa imagen pintada en la Capilla Sixtina donde Dios y el hombre casi se tocan. Casi, pero no. Aquí ambas manos se tocan. Esa es la clave de todo. Se tocan por están juntas. Se tocan porque se reconocen como iguales. Se tocan porque se necesitan, porque se complementan. Mi hambre, por un momento, satisfecha.
Unas dos horas y media después, salí del Museo Nómada. No sólo fue una experiencia estética, si no una experiencia espiritual. ¿Qué se escribió en mi corazón durante la visita? Entendí que este espacio vacío que hay en mi estómago es un hambre muy distinta. Un hambre que hay que llenar con canciones de ballenas, con elefantes voladores, con equilibrio, con respeto y con amor.
Hay que estirar bien esas manos y tocarnos. Hay que dejar ese complejo de sentirnos superiores. Esos ojos de elefante, en su sabiduría y paciencia, esperan que nos demos cuenta de nuestra propia naturaleza. La naturaleza creativa, la del arte, la de la espiritualidad. Esperan que tarde o temprano, dejemos de alejarnos tanto de nosotros mismos.
Supongo que habrá algunos que sólo verán fotografías. Habrá otros que no sientan, como yo, que algo se removió bien adentro al ver estas imágenes. Habrá muchos que salgan a seguir tirando basura, a gastar agua, a comprar pieles, a traficar especies, a talar árboles…
No obstante, yo sé que habrá muchos que con esta visita tengamos hambre de más. Muchos que queramos aire limpio y bosque. Muchos para quienes estas fotografías hayan sido una escalera a mundos que explorar, a cielos donde las estrellas son ojos de elefantes. En lo personal, yo sueño con un mundo de fe, con un mundo en equilibrio y con una ciudad en donde todos seamos parte de todos. Una ciudad con elefantes voladores…