lunes, 11 de marzo de 2013

El pastel


Me siento en el banco amarillo de la cocina y cierro los ojos. Me pongo la cuchara en la boca y disfruto el sabor dulce, la consistencia que envuelve mi lengua, la sensación de los granitos de azúcar y de harina que se estrellan contra mis dientes. Me chupo los labios y pienso en el sabor de la palita de madera, húmeda de la masa y de mi boca, mientras el sabor me recuerda a la cocina de mi madre cuando yo era niña.

La veo de pie recogiendo los ingredientes y me veo a mi, pequeña, con las piernas colgándome de la silla con sus tubos de metal negro y su asiento ¿de qué color?. Observo a mamá mientras en el regazo tengo el recipiente con los restos de la masa del pastel que juntas preparamos. “Te vas a empachar”, me decía, pero nunca me pasó. Sólo una vez cuando acabando de comerme todo lo que quedaba en el plato, y en las aspas, y en la pala, me tomé una coca-cola. Luego vomité. ¿Ya ves? Me dijo mi mamá. Fue la única vez y para efectos prácticos yo aseguro que lo del empache es un viejo cuento.

Me pongo otra cucharada de masa cruda en la boca y recuerdo las manos de mamá vertiendo jugo de naranja sobre la mezcla del pastel. Era mi favorita. Me divertía revolverlo todo con su vieja batidora eléctrica que seguramente está guardada todavía en algún cajón de su cocina. Me gustaba el pequeño ritual de hacer pastel. Me gustaba que jugáramos a ponernos delantales y que la cocina acabara cubierta de harina sobre toda superficie mientras el pastel se cocinaba plácidamente en el horno que nunca me dejaron encender.

Raspo con la punta de la cuchara un poco más de masa de las orillas de mi recipiente. Me encuentro sentada a solas en este gran departamento que ahora, en mi adultez, llamo hogar. Sonrío al pensar en mi mamá, que siempre antes de meter el refractario al horno hacia tres pequeñas cruces sobre la masa con los dedos y luego se los chupaba mientras hábilmente y con su otra mano enguantada empujaba el pastel al horno. Tenía esos moldes viejos metálicos que nunca se podían lavar del todo, con sus restos de harina negra de tanta quemada pegada en los bordes. Tenía unos redondos de diferentes tamaños y unos en forma de corazón. Me gustaban éstos últimos.

A veces también me ponía a batir huevos para hacer betún. No me gustaba el sabor de esa mezcla pero me divertía hacerla. Ahora no uso betún. Escucho el tic tac suave del hornito eléctrico en el que metí mi pastel. Es la primera vez que me invento una receta con jugo de naranja como la que hacía mamá. Sentada aquí a solas recuerdo esas tardes pasadas en su casa jugando a cocinar. Nunca ha sido mi fuerte y no lo disfruto, pero hacer pasteles me hace pensar en ella. En sus manos hábiles y hermosas. En su gesto al chuparse los dedos después de las cruces. En la amenaza del empacho flotando sobre mi cabeza como buitre.

Yo también le pongo cruces al pastel. No porque piense que dios de alguna manera vigilará para que no se me quemen, sino porque cada vez que lo hago pienso en mi mamá. Luego me siento a comerme lo que queda de la masa en el recipiente.

Le llamo por teléfono. “Hola Mamá” – “Hola mijita ¿cómo estás?” – “Bien (te extraño)¿ y tú? (te extraño).
Cuelgo pensando en lo feliz que se pone siempre que le cuento que hice algo en la cocina. “Tengo una receta de galletas facilísima, te va a encantar”.

Me asomo al hornito eléctrico para ver cómo se dora despacio la superficie del pastel. De un lado del recipiente la masa se ha derramado como gota de miel. Me pongo a lavar los platos y pienso en que sin importar cuánto he llegado a crecer, siempre me harán falta esas hermosas manos que se chupaban los dedos después de la cruz. Me dispongo a lavar los trastes y recojo con un trapo, suavemente, la harina derramada sobre la superficie de lozas amarillas, como en un sueño, no sin antes acabarme toda la restante masa cruda de pastel. 

* basado en una historia real y no, esa no es la foto de mi pastel...jajaj